#LaPalabraPrecisa

#214

15/06/2018

 

Maradona si, Galtieri no

Osvaldo Soriano

 

 

Nunca entendí por qué a ningún diario argentino se le ocurrió enviar un cronista a seguir el partido Argentina-Inglaterra desde Puerto Argentino. Allí no admiten criollos, pero ésa no es suficiente excusa: podrían haber mandado a uno de otra nacionalidad. Hoy muchos argentinos tienen más pasaportes que un agente secreto de la CIA o de la KGB.

 

Cuando Diego Maradona saltó frente al arquero Shilton y le pasó la pelota con una mano por encima de la cabeza, el concejal Louis Clifton tuvo su primer desmayo en las Malvinas. El segundo, más prolongado, ocurrió cuando Diego dribleó a media docena de ingleses y consiguió el segundo gol de Argentina. Afuera un viento helado barría las desiertas calles e Port Stanley y las tropas británicas estaban en el cuartel oyendo, azoradas, cómo el pequeño diablo del Nápoli les arruinaba el festejo del cuarto aniversario de la reconquista de los que ellos llaman las Falkland.

 

El sábado, Clifton había llamado al único periodista condenado a vivir en ese lugar para anunciarle que todos los habitantes del archipiélago, deseaban el triunfo británico, “igual que en 1982”. Ese año, Inglaterra no sólo ganó la guerra: también venció en el partido por la copa del mundo, en España. Esta vez fue diferente porque Maradona estaba inspirado con las manos como con las piernas y el árbitro tunecino Alí Bennaceur era del Tercer Mundo y no hacía diferencias entre un miembro superior y uno inferior del cuerpo humano.

 

De modo que el concejal Clifton sospechó la conjura y trató de comunicarse con el Foreign Office mientras yo, desde mi casa de La Boca, trataba de llamarlo a él para explicarle que cuando nosotros éramos chicos los goles con tanta gambeta se anotaban dobles, de manera que el segundo de Diego valía también por el que metió con el puño.

 

Pero no es fácil comunicarse con las Malvinas desde Buenos Aires. En Entel se sorprendieron cuando les expliqué que quería llamar a Clifton y me dieron un número en el que luego de media hora de espera me dijeron que la única manera era hablar por radio, a través de las ondas cortas. Como las Malvinas son territorio de ultramar, el servicio es el mismo que para comunicarse con un barco en medio del Atlántico.

 

La cosa era así: si yo estaba dispuesto a esperar, la radio lanzaría una señal más o menos desesperada y larga hasta que el adormecido jefe de Port Stanley la captara, saliera de su estupor, y si no había demasiada nieve, corriera a buscar a Míster Louis Clifton que estaba desmayado de espanto.

 

Esto ocurría mientras Bélgica y España forcejeaban para saber quién sería el rival de Argentina en las semifinales. Cuando llegó la hora de los penales desistí de hablar con el concejal Clifton por temor a provocar un incidente internacional.

 

En las calles de Buenos Aires desfilaban centenares de coches con banderas que reclamaban la devolución de las Malvinas que el general Galtieri perdió del todo en 1982. en los camiones repletos de muchachones que partían de los barrios, se cantaba el nombre de Maradona y las radios retomaban un tono chauvinista que habían abandonado desde la capitulación de Puerto Argentino.

 

“Estamos entre los cuatro mejores del mundo”, gritaba José María Muñoz, el mismo que en 1979 incitó a la multitud que festejaba el título mundial juvenil para que repudiara a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que visitaba Buenos Aires.

 

Don Salvatore, mi vecino, se había caído de la silla con el segundo gol de Maradona y no quiso que lo levantaran hasta que el partido no hubiera terminado. Desde la eliminación de Italia que don Salvatore no probaba bocado y los gatos de todo el barrio se acercaban a comer lo que él dejaba. El sábado, con el vértigo de Francia-Brasil, hubo que sacarlo tres veces de la vereda porque los franceses del barrio no toleraban que cantara la Marsellesa con la letra de la Marcha peronista.

 

Cuando Platini tiró el penal a la tribuna, don Salvatore escupió hacia el televisor y preguntó a gritos quién era el imbécil que podía comparar semejante salame con el gran Maradona. Se refería a mí, que había escrito en ‘Il Manifesto’ un artículo donde ponía en duda el genio de Diego.

 

Al atardecer pudimos levantarlo y convencerlo de que se tomara unos mates y comiera unas galletitas, porque estaba tan flaco que parecía un espectro. Don Salvatore ya había asumido al equipo de Argentina como propio y no le interesaba saber si nuestro rival en las semifinales sería Bélgica o España. Él ya se siente campeón y lo único que pide es que para los finales le pongamos delante un televisor color en lugar del armatoste en blanco y negro que le dejaron sus yernos.

 

El único que en el barrio mantiene su pronóstico invicto es Luis, el de la Unidad Básica, que renovó las fotos de Maradona y Evita y sacó la bandera del justicialismo a al puerta. Desde hace un mes viene diciendo que la final será entre Argentina y Francia, de manera que ahora empezamos a creerle y mi mujer, que es de Estrasburgo, teme el repudio de todo el barrio si Platini prevalece sobre Maradona.

 

Luis se quejaba el domingo de que Carlos Bilardo, mientras los jugadores festejaban la segunda conquista, se levantara del banco para ordenarles que calmaran el juego y pasaran a la defensiva cuando los ingleses parecían resignados a la goleada. Don Salvatore, alucinado por el hambre, opinó que el Duce debía dictar un decreto ordenando que Dinamarca y Brasil volvieran al Mundial en lugar de Bélgica y Alemania, que dan pena.

 

El peluquero, que es un aguafiestas, se descolgó con una reflexión que nos dejó a todos inquietos. “Casi seguro que en la semifinal va a haber otra sorpresa”, dijo, y preguntó: “¿Cuál de esos muertos –Alemania o Bélgica- se va a levantar de la tumba para amargarle la vida a los que ya creen estar en la final?”. De inmediato lo reprobamos con una silbatina y don Salvatore, que seguía delirando, preguntó por qué teniendo un jugador como Maradona todavía no habíamos conseguido pagar la deuda con el Fondo Monetario Internacional.

 

 

 

(1943-1997) comenzó a trabajar en periodismo (Primera Plana, Panorama, La Opinión) a mediados de los años sesenta, y se dio a conocer como escritor en 1973 con su originalísima novela Triste, solitario y final. Si bien publicaría sus dos libros siguientes (No habrá más penas ni olvido y Cuarteles de invierno) durante su exilio en Europa, la aparición de ambos en la Argentina en 1982 lo convertirían in absentia en el autor vivo más leído del país. Su retorno con la democracia y su rol como alma mater del diario Página/12 reforzarían aun más este vínculo con los lectores: cuatro novelas más (A sus plantas rendido un león, en 1986; Una sombra ya pronto serás, en 1990; El ojo de la patria, en 1992 y La hora sin sombra, en 1995) y cuatro volúmenes con sus mejores crónicas periodísticas (Artistas, locos y criminales, en 1984; Rebeldes, soñadores y fugitivos, en 1988; Cuentos de los años felices, en 1993 y Piratas, fantasmas y dinosaurios, en 1996) habrían de transformarlo en un clásico contemporáneo de la literatura argentina. Sus libros han sido traducidos a dieciocho idiomas y adaptados con éxito a la pantalla cinematográfica. Seix Barral se enorgullece de la creación de esta Biblioteca Soriano que pone al alcance de los lectores de habla hispana la totalidad de su obra.

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