#LaPalabraPrecisa

#310

17/04/2020

 

Que parezca un crimen

Juan Sasturain

 

Hace algunos años y durante la “Noche de las librerías” de la calle Corrientes, en la tienda El Gato Negro -nombre que evoca tanto a las más finas especias como al relato no menos sutil de Edgar Poe– varios de los muchos que solemos escribir relatos policiales fuimos convocados para disertar bajo el título “Mi crimen perfecto”. Sin mayores detalles, la consigna era un flagrante desafío. Por la ambigüedad del posesivo y por los innumerables supuestos.

Como suele sucederme en estos casos, en principio pensé rehusar con buenos argumentos pero al fin terminé por aceptar, sin certezas ni convicción alguna. Sólo me permití substituir “perfecto” por “irresuelto”, un modo de escaparle a los absolutos y subrayar lo equívoco del material en cuestión.

Llegado el momento, antes de pasar a la exposición de los hechos -la descripción de un crimen perfecto en tanto (y sólo en tanto) asesinato sin resolver- no pude ni quise evitar algunas consideraciones teóricas: una necesidad / estrategia que suele enredarme sin remedio, pero que es parte de las reglas del juego. Porque precisamente de eso se trataba aquella exposición (que es esta misma): un juego, actividad que se define por un tácito “hagamos como si”. ¿Qué es la ficción sino eso? ¿Y qué hacemos por definición los narradores sino ficcionalizar?

Para situar, enmarcar la cuestión, supuse que podríamos partir del acuerdo en que el concepto de crimen perfecto no existe porque no puede predicarse la perfección de un acto que trasgrede el orden natural de las cosas, como es el asesinato. La naturaleza es (por definición) lo dado y como tal no es sino como es, es decir: perfecta. Entre sus perfecciones incluye la muerte, pero no el crimen, ya que el crimen no pertenece al orden natural de las cosas sino al cultural, en sentido amplio. Supongamos que los animales se / nos / matan, pero no asesinan. Así, podemos decir que un crimen será perfecto si no lo es. O a la inversa: para que sea perfecto no debe ser un crimen. Debe ser sólo –y nada más o menos que– una simple muerte.

Porque –y vayamos a los conceptos y usos acostumbrados– en términos lógicos, éticos, morales o meramente judiciales, hay tres tipos de asesinatos de los que suele predicarse la perfección: el que es un crimen pero no lo parece; el que se sabe que lo es pero no se descubre, y el que parece ser un crimen pero no lo es.

El crimen verdaderamente perfecto –si vamos a aceptar que vale usar este concepto en el orden cultural que nos corresponde– será el que sature a la vez estas tres categorías, involucrando a todos los actores sin que el orden lógico / moral / judicial que se instaure a partir de esa muerte pueda ser desarmado, desanudado sin romperse: es la perfección. Y como siempre en estos casos, el azar, lo dado, actúa para equilibrar lo que la torpe intervención humana trata de manipular.

Llegados a este punto, correspondía en mi exposición dar un ejemplo compartible. Y me remití y me remito ahora a una muerte / un crimen famoso y mediático no muy lejano en el tiempo que puede servir de ejemplo o de modelo posible, con todas las libertades que se pueden tomar (y me tomo) para ficcionalizar a partir de ciertos datos de la realidad apenas conocida periodísticamente.

Supongamos un colectivo de parientes y amigos residentes en un country que decide unánimemente deshacerse de una mujer que les molesta. Para ello, el grupo contrata a un asesino a sueldo para que se encargue del trabajo: balear a la mujer mientras se baña, llevarse algo, simular un robo. Todos tienen prevista su coartada y permanecen lejos del lugar del crimen hasta que, cumplido el plazo, aunque sin tener noticias que confirmen la realización del trabajo, van a la casa a descubrir el cadáver.

Supongamos que lo encuentran pero descubren que la casualidad ha obrado a su favor, ya que la muerte –en forma de accidente– se ha adelantado al criminal: la víctima tiene una herida mortal en la nuca producto de un golpe contra las canillas de la bañera.

Alegremente sorprendidos pero confundidos a la vez, pues pensaban encontrarse en la situación de argumentar un posible asesinato seguido de robo, dan parte a la policía del hallazgo y explican el accidente, mientras uno cualquiera de ellos se encarga de contactar al asesino a sueldo para corroborar que nada pasó ni será ya necesario que pase.

La sorpresa para los asesinos intelectuales / morales será doble: la primera, cuando el forense descubra que el golpe accidental y mortal existió, pero descubra también dos pequeñas e inexplicables balas alojadas en el cuerpo de la víctima; la segunda, cuando el asesino a sueldo se comunique y quiera cobrar, ya que asegura haber hecho su trabajo: él le metió dos balazos en la nuca.

Y cobrará, claro. Para todos, es lo más barato.

Porque –dados así los hechos- la situación de los instigadores del crimen no tiene salida sin inculparse: deben permanecer juntos en la mentira y ser condenados por sospechosos y / o encubridores de un crimen que nunca existió, porque el asesino a sueldo contratado –que jamás debe aparecer pues los condenaría sin dudas ya– se encontró con un muerto accidental y lo mató de nuevo “para que pareciera un crimen” y así poder cobrar.

Esa espantosa obra maestra de la chapucería es el crimen perfecto desde cada una de las perspectivas habituales que se usan para calificarlo así: en principio es perfecto porque es un crimen (en la intención flagrante) pero no lo parece, ya que es –sin duda– un probado accidente; también es perfecto porque aunque se sabe –por las balas– que es un (intento de) crimen, no puede probarse, ya que nadie de los implicados puede hablar sin inculparse gravemente, y tercero –y sobre todo– es perfecto porque en el fondo no lo es: es una simple muerte enmascarada alevosamente para disfrazarse de asesinato.

Hagamos de cuenta que, en el famoso caso de la mujer asesinada en el country, las cosas hayan sido así. Que por una vez la paradoja –digna del mejor Chesterton, un caso del Father Brown- sea que el asesino haya logrado, por necesidad u orgullo profesional, que el accidente pareciera un crimen.

Y nadie puede objetar el testimonio de un cadáver precisamente por eso: porque murió para contarlo.

 

 

 

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Juan Sasturain. Es escritor, periodista, guionista de historietas y conductor televisivo. ​ Este año fue nombrado director de la Biblioteca Nacional. Graduado en Letras, terminó de inclinarse por el periodismo y colaboró en Clarín, La Opinión y Página/12. ​Se desempeñó como jefe de redacción de las revistas Humor y Superhumor. En 1981 conoció al dibujante Alberto Breccia y juntos elaboraron la historieta "Perramus". Dirigió la revista Fierro,​ a la que subtituló Historietas para Sobrevivientes. Condujo el programa de televisión "Ver Para Leer". Ha publicado, entre otros libros, Manual de perdedores, Arena en los zapatos, El día del arquero, La mujer ducha, Wing de metegol, Dudoso Noriega, Cuentos reunidos y El último Hammett.

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