#LaPalabraPrecisa

#336

16/10/2020

 

Uno solo

Amalia Rojas


En la escuela N˚ 7 de Otamendi había un taller de cerámica.  Tenía una magia especial, como todos esos lugares de arte. En el aire del saloncito había un polvillo grisáceo y cantidad de cosas por todos lados. Había piezas sin terminar, tapadas con plástico para que no se sequen. Otras piezas esperando a entrar al horno y algunas pintadas. En un rincón el gran horno. La cerámica lleva todo un proceso largo: amasar, modelar, dejar secar la pieza, hornear, pintar y volver a hornear.

La profesora, de 23 años, había estudiado en la Escuela de Cerámica de Mar del Plata. Usaba un mameluco azul porque decía que así estropeaba menos su ropa. En la cabeza, una vincha con flores de cerámica rojas, amarillas y naranjas hechas por ella. Repetía siempre:   ̋Hecho a mano significa hecho con el corazón˝. Sus manos eran delicadas; se ponía mucha crema lo que le daba un olor característico. La habían apodado Nivea. Muchas veces llegaba tarde, entonces los chicos aprovechaban a jugar al poli-ladrón o a las escondidas. ˝Así como los futbolistas deben asegurar sus piernas, los grandes escultores como ustedes deben proteger sus manos˝-decía la profesora y los chicos se sentían Miguel Ángel o Rodin. ˝Esta obra me gusta más que El Pensador˝ o ˝Esto podría adornar la fontana de Trevi˝, eran los comentarios que hacía de los trabajos de sus alumnos.

 Todos los martes, a la hora de la siesta, Laura iba a las clases de cerámica. Su mejor amiga, Lorena, también iba al taller y 3 chicos más de su grado, junto a seis chicos de sexto y séptimo. Cada alumno le ponía un código a sus piezas: Laura era 86 y Lorena KGB. Lorena era muy ocurrente y divertida. Siempre estaba inventando alguna travesura. Una vez llevaron una araña de plástico y la pusieron dentro del plástico que tapaba una pieza en proceso. Cuando una señora la destapó, empezó a gritar y salió corriendo, volteando en el camino la mesa con todo lo que había arriba. Nivea secuestró el objeto espantoso y les hizo hacer arácnidos en la clase.  Les costó mucho porque las patas se les resquebrajaban. Había arañas de 12, 10 y 6 patas, con ojos grandes y chiquitos, pero a todas las pintaron de negro. Laura admiraba lo que hacían las personas mayores. Le resultaba raro ver a personas tan grandes con el mismo entusiasmo que los chicos. Entre sus compañeras del taller estaban la abuela de Matías, la tía de Victoria, la madrina de Inés y la vecina de enfrente. Hacían piezas complejas, de gran tamaño, que les llevaba más de un mes terminarlas.

Laura, con sus ocho años, estaba aprendiendo a crear algo de la nada. El abuelo le había hecho un banco alto y una caja de madera verde, donde guardaba sus estecas, cortantes, lijas y pinceles. Fue la primera vez que usó un guardapolvo para una actividad extraescolar. Empezó haciendo choricitos de masa, los unía y eran un plato. Con el tiempo aprendió a moldear mejor y hacia distintas figuras. Su papá le daba modelos de cosas para hacer. Él tenía un bibliorato gordo, donde guardaba imágenes recortadas de revistas y diarios. Hizo cuadros, ceniceros y floreros. Un payaso con una trompeta que era un florero, era su favorita. Las piezas quedaban almacenadas en el taller hasta la exposición de fin de año.

  Otra cosa que causaba la sorpresa de todos era el esmaltado de las piezas; nunca eran del mismo color que las habían pintado. Al pasar por el horno, sufrían una metamorfosis asombrosa. Al principio,  Laura pintaba todo de naranja y violeta, sus colores preferidos. Con la atenta guía de Nívea aprendió a combinar los colores y utilizar distintas paletas.

El martes era su día feliz, esperaba ansiosa el día para ir a trabajar con sus manos. Y pispear de reojo lo que hacían los grandes. A la vuelta corría contenta hacia su casa, para contar todo lo que había visto. A mitad de año la profesora les propuso que hagan un proyecto individual. Trabajarían una temática desde agosto hasta noviembre. Un chico eligió animales del zoo, otros autos de carrera, Lorena la plaza y  Laura eligió hacer un pesebre. Quería que tuviera a Jesús, María y José, la casita, el buey, el burro, pastores, ovejas, los reyes y camellos. Pasó incontables horas pensando las piezas. El niñito Jesús tenía que ser especial. ¿La cunita de paja iría pegada o suelta? ¿Niño despierto o dormido? Y así fue dando forma a cada detalle de su propio pesebre.

Qué emoción tenían el día de la exposición final. Amigos y maestros los felicitaron. La directora quería comprar un cenicero de Laura para su marido en Navidad. Laura, contenta de que apreciaran lo que había hecho, se lo regaló.

El 8 de diciembre tenía que ir a retirar su producción. Su casa quedaba a 2 cuadras de la escuela. Como los padres trabajaban, la acompañó el hermano que tenía un año más. Fueron los dos con una caja a retirar sus piezas. Ella quiso cargar con su caja, no dejó que él la ayude. No se imaginó que realmente podía ser demasiado pesada para sus manos pequeñas. En el último cruce de calles, justo enfrente de su casa,  tropezó y terminaron todas las piezas desparramadas. Lo único que no pudo recuperar fue un camello, quedó hecho añicos. Una sola, de las treinta que llevaba en la caja.

Cuarenta años después, Laura es profesora de cerámica y artista reconocida, hizo exposiciones en Madrid y Nueva York. En sus clases usa un mameluco azul en honor a su primera profesora. Nunca volvió a hacer la figura rota, su pesebre le gusta así, con la inocencia de los 8 años. Aprendió que hay que dejarse ayudar por los demás. Las manos que ayudan son nobles. Confiar en las manos amigas que están cerca. Cada Navidad se lo recuerda su pesebre de dos camellos.

 

María Amalia Rojas nació en Comandante Nicanor Otamendi. Es bioquímica y escribe cuentos que reflejan situaciones de la vida cotidiana desde que era niña. Uno de sus libros favoritos es La elegancia del erizo, de Muriel Barbery. Esta es su primera participación en LaPalabraPrecisa.

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