#LaPalabraPrecisa

#361

09/04/2021

 

El error

Sebastián Chilano


La cáscara de la naranja se desprende fácil. Al principio parecía complicado. El cuchillo resbalaba. ¿Quién lo desafiló? Pero un poco después la mano domina el movimiento y el jugo que está pegado al pellejo blanco de la fruta se levanta en pequeñas gotas, algunas apenas visibles, otras más grandes.

 

La piel de la naranja cae, como la piel que recambian los turistas después de la primera insolación.

 

Hay más de diez naranjas peladas, dos kilos de ciruelas cortadas en pedazos, dos manzanas. La sandía está podrida.

 

¿A quién se le ocurre ponerle sandía a una ensalada de fruta?, grita Delia. Esteban se ríe. Le parece escuchar la voz de la dueña, Ana, diciendo que el color sostiene a las frutas magras.

 

Sandía, a quién se le puede ocurrir.

 

Nahuel le dice a Esteban que deje lo que está haciendo.

Seguime, manda Nahuel.

 

Una semana antes, Nahuel entró de la misma manera, apurado, torpe, nervioso, enjuto para sus casi dos metros de altura. Absurdo de tan doblado, ciego de nunca mirar hacia abajo –ese lugar donde no habita– y pateó el tacho lleno de frutas.

 

Delia, la cocinera, había dejado el tacho en el piso. Fue un segundo, el previo a meter la ensalada en la heladera, pero ese segundo posterior nunca sucedió y toda la fruta se desparramó en el suelo grasoso. El jugo de las naranjas se convirtió en una pasta, la fruta en cucarachas.

 

Si lo ven los patrones nos van a hacer pagar el equivalente en porciones de ensaladas de frutas. ¿Cuántas horas de trabajo? ¿Cuántas propinas se pierden?

 

Nahuel –que ahora le grita a Esteban– hace una semana se agarraba la cabeza en el mismo lugar donde Delia se agachó y empezó a guardar todo en el tacho. Esteban la imitó. Y Nahuel también. Los tres, sin hablar, y apurados, raspando con el canto de la mano las baldosas sucias, metieron toda la fruta de nuevo en el tarro sin que los patrones lo vieran. Sin que los comensales del restaurante, más tarde, lo percibieran.

 

Dejá todo así y vamos.

 

Esteban mira a Delia. La historia de un restaurante es una historia de desplazamientos y jerarquías: están los dueños, Quique y Ana, sentados en su mesa, o detrás de la caja. Están los mozos con todo un territorio que cubrir. Están los cocineros que mandan en su pequeño infierno. Cada uno obedece a su superior inmediato.

 

Delia hace un gesto y Esteban se va.

 

Nahuel entra en el depositó de gaseosas. Esteban detrás. Nahuel cierra la puerta. Abre una Coca Cola para él. Duda, y después abre otra para Esteban.

 

El destapador lo lleva en la cintura, como los antiguos cowboys de las películas llevaban sus revólveres. Como llevaban ambas cosas los antiguos mozos de la rambla.

 

Nahuel apaga la luz y se sienta sobre unos cajones. Beben en silencio y en el oscuro esa gaseosa demasiado dulce, empalagosamente tibia.

 

Cayeron de la Municipalidad, dice, al fin, Nahuel.

 

Esteban y Nahuel son los únicos empleados en negro del restaurante. Sin papeles. No existen. No trabajan, pero cobran. Nadie paga sus aportes jubilatorios ni tienen seguro laboral. ¿Por qué? Porque son jóvenes –no tienen 17 años todavía– y son inmortales.

 

O al menos Esteban se siente inmortal desde que se cortó la mano los primeros días del verano. Se clavó un cuchillo entre el dedo gordo y el índice. Dio vuelta la mano y el cuchillo seguía ahí. Enterrado, como los niños que se entierran en la arena.

 

De no ser por el dolor, hubiera sido gracioso.

 

Delia lo mandó al puesto de Atención de Salud. Le dio las instrucciones. El puesto estaba destinado para turistas en la playa. Y él no debía decir dónde trabajaba.

 

Decí que te cortaste con una botella enterrada en la arena.

 

Como a un niño: Delia le sacó el delantal, lo roció con desodorante –el olor a frito es lo que siempre delata a los empleados de la cocina: en el colectivo, en la playa, ante los médicos– y mientras lo distraía, alguien le arrancó el cuchillo de un tirón como en las películas del oeste le sacaban al cowboy la flecha enterrada por el indio.

 

Por suerte no tocó nada vital, dicen los actores en el cine.

Y lo mismo le dijeron en el puesto sanitario.

 

Le desinfectaron y vendaron la herida. Le prescribieron antibióticos y reposo. Esteban se enfundó la mano en un guante y volvió a trabajar. Ana, la dueña, le ofreció analgésicos. Esteban, por desgracia, era alérgico.

 

Trabajó todo ese día con dolor. Y todo el verano en negro.

 

¿Cuánto tardarán?, pregunta Esteban.

No lo sé, es sincero Nahuel.

 

Un golpe. La furia de una patada empuja la puerta, hace entrar la luz artificial del pasillo. Un cuerpo se asoma. Los dedos cubren los ojos: es tan familiar la penumbra como el cuerpo que acaba de entrar al depósito.

 

Qué hacen acá, cabezones.

 

Nahuel se para. Mide lo mismo que su padre. Tiene su tono de voz, y desde siempre ha tenido sus gestos. Cacho, su padre, es guardavidas. Un veterano del mar que ya no tiene nada que demostrar mientras espera la jubilación.

 

Quieren seguir jugando a las escondidas o prefieren venir conmigo.

 

Los tres salen del depósito por una puerta lateral. También salen del restaurante, y también del infierno. Afuera está la rambla, el mar.

 

Llegan al sol casi en fila india.

 

Vayan a la escollera, tomen un poco de aire. Métanse al mar. Yo les aviso a Quique y Ana dónde están así los van a buscar.

 

Esteban se saca las zapatillas y las medias y pisa la arena.

Cierra los ojos de cara al mar.

Nahuel se sienta en una piedra. Ni siquiera se desabotona los puños de la camisa.

 

A mi viejo la municipalidad ya no le paga el sueldo. Es muy caro para ser un guardavida que ya no se mete al mar. Arreglaron que a mi viejo le paguen entre todos los restaurantes de la rambla. Los dueños protestaron, pero no les dieron bola. ¿Y sabés que hicieron los dueños? Le sacaron una foto durmiendo y la pusieron en un cuadro. El cuadro está en la Cámara de Empresarios gastronómicos. Abajo dice: “A la gente como Cacho le pagamos el sueldo por dormir en el trabajo”. Mi viejo la vio una vez que fue. Él me contó, por eso lo sé. ¿Y sabés que hizo? Les ofreció hacer una actualizada. Les dijo que en esa foto pesaba como veinte kilos menos. Les dijo que una actual les iba a quedar mejor. Capaz con la boca abierta, como roncando. O babeándose. Mi viejo los felicitó por la ironía de la foto: pero, les dijo, hicieran lo que hicieran, dijeran lo que dijeran, igual iban a tener que seguir pagándole el sueldo. Por ley.

 

Nahuel se calla.

Esteban lo mira. Imagina a Cacho de joven. O eso intenta. Superpone las arrugas en la cara de Nahuel. En el cuerpo cambia el peso, la joroba, la lentitud.

 

¿Sabés qué me dice mi viejo? “Quedate tranquilo, cabezón. A vos te tienen en negro, pero yo se las hago pagar”.

 

Un silbido lejano y después un grito que incluye sus nombres los llama.

Nahuel sale primero. Esteban lo sigue solo después de calzarse.

 

Antes de llegar, dos hombres de traje –deben ser los agentes de la municipalidad– se dan vuelta y ven a Esteban. No dudan. No se detienen: caminan hacia el siguiente restaurante.

 

A última hora, Esteban sale a sacar las enormes bolsas de basura del día.

 

Cacho está sentado en su silla habitual. Tiene las piernas estiradas hacia adelante y los brazos cruzados sobre el pecho. La silla está en una baldosa negra, los pies tocan la siguiente, una blanca, y su invasión anula la posibilidad de convertir a la rambla en un tablero de ajedrez.

 

Cacho respira lento. Los párpados parecen caídos.

 

Esteban se acerca para sacarle una foto mental. Para poner, también, los rasgos jóvenes de Nahuel en esa cara curtida.

 

Cabezón, acomodá bien la basura, dice Cacho sin abrir los ojos.

 

 

 

Sebastián Chilano nació en 1976. Vive en Mar del Plata. Es escritor y médico clínico. Su última novela, Los preparados, fue publicada en diciembre del 2020 por Editorial Obloshka.

 

 

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